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Francisco ya llevaba 10 años arrendando el departamento en que vivía en Arica, cuando su dueña que se había ido a Venezuela, decidió venderlo. Estamos hablando de los años 70 y 80. La decisión estuvo impulsada por el interés de la dueña en comprar una casa para su madre. Francisco, quien había llegado en la segunda mitad del 74 para trabajar en la Universidad del Norte, sede Arica, no tenía por dónde comprarlo. Con una familia compuesta por su señora y dos hijos pequeños, su sueldo apenas le permitía llegar a fines de cada mes, viviendo modestamente, sin endeudarse, no existían las tarjetas de plástico, ni cajeros automáticos. Eran tiempos bravos. Todo coincidió con que Francisco fue conminado a seguir estudios de posgrado en el exterior para encarar los nuevos desafíos que se estaban exigiendo a las universidades.
Francisco y su familia no querían dejar el
departamento y no sabía qué hacer ya que no estaba dispuesto a pedir un crédito
hipotecario bancario por los altos intereses involucrados. Es así como, a
partir de un pequeño ahorro que había logrado acumular, del orden de 400 UF
(unidades de fomento), decidió hacer una osada oferta a la dueña. Oferta basada
en un pie de 400 UF y un pago mensual de 120 cuotas de 7 UF cada una. La cifra de 7 UF era equivalente a lo que
estaba pagando mensualmente Francisco de arriendo dado que su sueldo no le
permitía pagar más. El total de cuotas se calculó en base a una tasa de interés
anual del 10% del valor de venta del departamento fijado por la dueña.
Fue una oferta que Francisco había hecho
pensando que sería rechazada, pero para su sorpresa fue aceptada. La aceptación
se explicó por dos motivos. Uno, a la dueña le permitía tener el pie para
comprar la casa que quería para su madre, y con el valor de la cuota mensual
pagar el dividendo correspondiente al contratar un crédito hipotecario por 10
años. Y dos, por la confianza que Francisco se había ganado con el pago
religioso del canon mensual del arriendo por 10 años. Fue lo que se podría
llamar un círculo virtuoso generado por la confianza.
Se trata de una historia real, que cuando la
cuento, cuesta creerla, porque representa todo un acto de fe que no se
encuentra en las negociaciones financieras, y que explica la razón de ser de
los créditos hipotecarios: la desconfianza, la que tiene un costo no menor.
Se trata de un juego de win-win, difícil de
encontrar en los tiempos que corren, y que me permito recordar en homenaje a
esa mujer que se atrevió a confiar y que la retrata de cuerpo entero. Por esas
cosas de la vida, Francisco se ha enterado recientemente que esta mujer, de
nombre Rosa, ha viajado a la eternidad, ya no está entre nosotros.
La desconfianza, tensiona, complica la existencia;
la confianza libera, simplifica, hace más agradable la vida. Claro, hay que
saber confiar, en quien confiar, ganarse la confianza. Pero viviendo con la
frente en alto, mirándose a los ojos, no debiera ser problema.
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