Foto de Juan Camilo Guarin P en Unsplash |
Cuesta creer que pueda pasar a mayores, pero no se puede descartar. Basta un chispazo para que se desencadene una guerra cuando se está en tierra abonada, minada. Al menor traspié, se gatilla. Hoy el epicentro está en Ucrania, así como ayer lo estuvo en Bielorrusia y Kazajistán que fueron parte de la URSS, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La que se desintegró sin disparar ni un tiro. El férreo control que ejercía el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) se deshizo cual castillo de naipes. Los comunistas que estaban en el poder, de la noche a la mañana, se cambiaron de camisa, y se privatizaron para sí mismos empresas públicas sin el más mínimo pudor.
Lo hicieron siguiendo el modelo privatizador
pinochetista chileno, donde quienes eran altos funcionarios públicos, entre los que
destacan Julio Ponce Lerou y José Yuraszeck, pasaron a ser poderosos nuevos
empresarios. Cuando, en los primeros tiempos de la transición hacia la
democracia se quiso investigar por parte de la Cámara de Diputados, con Jorge
Schaulsohn a la cabeza respecto de los turbios traspasos de empresas públicas a
los privados, se dio vuelta la página a nombre de los intereses del Estado. Bastó
un apriete del innombrable en su calidad de comandante en jefe del Ejército, para
que todo se escondiera bajo la alfombra.
Bueno, pero no nos vayamos por las ramas. Estábamos en el tema de
Ucrania a cuya frontera han acudido más de 100 mil soldados rusos. Tropas
enviadas desde Moscú por orden de Putín, quien fue alto personero de la KGB, exjerarca
comunista, hoy reconvertido, pero que sueña con reverdecer viejos laureles: una
Rusia poderosa rodeada de una suerte de cinturón de seguridad constituida por
los países que fueron parte de la URSS colindantes con países de la Unión
Europea (UE).
Es claro que a Putin no le causa ninguna gracia que tales países que
pertenecieron a la URSS se estén acercando a la UE, y menos aún a la Organización
del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Hasta el día de hoy a Putin le pesa la
desaparición de la URSS, y de hecho la califica como una de las mayores tragedias
del siglo pasado. No solo no le causa gracia alguna, sino que le resulta
insoportable. No olvidemos que en 2014, en un dos por tres, Rusia se anexó la
península de Crimea que pertenecía a Ucrania sin que la Unión Europea y EEUU
reaccionaran más allá de reclamar para la galería pero nada más. Rusia no está
dispuesto a perder lo que fue su área de influencia y que de alguna manera
sigue siéndolo.
Importa destacar que en Ucrania y en todos esos países colindantes con
la URSS y la UE, suelen existir tres grupos políticos claramente diferenciados:
los prorusos, los proeuropeos, y los nacionalistas, que por lo general son de
ultraderecha. Sus nombres lo dicen todo. Rusia se resiste a abandonar su rol
imperial, de potencia mundial.
La UE juega con fuego si aspira extender sus fronteras hasta llegar a Rusia acogiendo a los países que estuvieron bajo la égida de la URSS. Y más aún si con ello las tropas de la OTAN pudiesen llegar a las fronteras mismas de Rusia. Nos guste o no, esto no es admisible para los rusos. En consecuencia, lo más sano, para distender el ambiente y evitar choques casuales o provocados, que estalle la chispa que gatille una guerra, es alcanzar algún acuerdo por el cual tanto la UE como Rusia renuncien a extenderse más allá de sus fronteras actuales y que los países que están entre ambos puedan desarrollarse manteniendo lazos con ambos. No escapará al lector que el petróleo y el gas en los subsuelos de dichos países están tras el apetito de la UE y Rusia.
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