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El próximo 4 de septiembre estaremos ante una elección
trascendental: definiremos la constitución que nos regirá. Quizás lo más
apropiado sea afirmar que definiremos las bases de la nueva carta
constitucional porque a pocos les deben caber dudas que la mayoría se inclinará
por introducir reformas a la opción triunfante. La madre del cordero será sobre
qué base: la vieja constitución del 80, parchada y remendada una y otra vez en
la medida que las élites y “expertos” del país se allanaran a hacerlo, o la
nueva constitución propuesta por una convención bien poco convencional,
conformada en gran parte por “los que sobran”, y cuya andadura ha estado llena
de anécdotas, tropiezos, desmesuras, de inicio a fin.
Quizás, como ya se ha advertido, las opciones en carrera no
debieron haber sido dos (apruebo o rechazo), sino cuatro (apruebo totalmente,
apruebo con reformas, rechazo con reformas, o rechazo totalmente). Sin embargo
las cosas son como son y no era fácil anticipar el escenario que tenemos ante
nosotros. Por tanto, la pregunta clave es ¿cuál de las opciones en carrera nos
conviene más: apruebo o rechazo?
Quienes ya han tomado una decisión tienen sus razones basadas
en su capacidad de discernimiento, en sus intereses, en sus experiencias de
vida. Quienes no la han tomado aún están en su pleno derecho y muy
probablemente sean el “segmento de mercado” al cual apunte la publicidad, al
igual que los resultados de encuestas de dudoso origen y las noticias falsas
que tienden a multiplicarse a través de las redes sociales.
La capacidad para resistir estas presiones pondrá a prueba
nuestra resistencia para inclinar nuestra preferencia en favor de una opción u
otra, presiones que irán in crescendo a medida que nos acerquemos al 4 de septiembre.
No pocos están perdiendo la cabeza en este escenario avizorando el peor de los
escenarios en caso de triunfar la opción contraria a la de uno. Mi invitación
es a no perder la cabeza, a poner paños fríos. En democracia es indispensable
no cortar los vasos comunicantes entre nosotros, entre quienes vivimos en un
mismo país. No podemos darnos la espalda, tenemos que ser capaces de
contenernos, de aceptarnos.
La Constitución Política del Estado define las líneas gruesas,
el marco o la forma en que nos organizamos para convivir armónicamente. En tal
sentido define una dirección respecto de lo que queremos, del país en que
queremos vivir. Como dijera Alvin Toffler, sociólogo estadounidense, “Hay que
pensar en grandes cosas mientras se hacen pequeñas cosas, para que todas las
pequeñas cosas vayan en la dirección correcta”. En tal sentido creo que la
constitución propuesta expresa la dirección, el norte al cual debiésemos
aspirar. En efecto, enfatiza aspectos largamente acariciados por mucho tiempo y
que tienen relación, entre otros, con la regionalización, una economía
solidaria y circular en armonía con la naturaleza, los derechos económico-sociales,
con la aspiración de vivir en un país menos desigual.
Que estos aspectos estén en la constitución si bien no
aseguran su vigencia, su inclusión nos define el futuro que queremos, la
dirección o el objetivo que perseguimos. Otra cosa es cómo removemos los
obstáculos que se interponen para alcanzar ese futuro, que es la tarea que tendremos por delante el
día después y a la cual deberá abocarse el mundo político y la
institucionalidad vigente. Ese será el gran desafío en el que deberemos
concentrarnos, el de la implementación de los temas más arriba mencionados.
Por eso, más allá de los agoreros del desastre o del
caos, como expresara la expresidenta Bachelet, emulando a Pablo
Milanés, si bien la constitución propuesta “no es perfecta, más se
acerca a lo que siempre soñé". Su legitimidad democrática, le provee de
una sólida base para subsanar sobre la marcha los ripios que su implementación sugiera.
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