enero 15, 2025

La docencia: pariente pobre


Foto de Collab Media en Unsplash

En Santiago estudié Ingeniería Civil Industrial en la Universidad de Chile, en su Escuela de Ingeniería de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, quizás más conocida como Escuela Beaucheff. Los profesores investigadores eran contados con los dedos de la mano. El grueso de ellos eran profesionales de gran experiencia, altos ejecutivos que trabajaban en empresas del sector público o privado que llegaban a clases con una mano adelante y otra atrás. A lo más, con alguna pequeña libreta que empezaban sus clases preguntando dónde habíamos quedado en la última clase. E iniciaban sus clases con una pachorra, un dominio espeluznante. Si se trataba de un buen profesor, por lo general lo eran, en el transcurso de la clase, no volaba una mosca. Por mi sordera me sentaba en primera fila y no podía tomar apuntes porque tenía que concentrarme en “escuchar” leyendo los labios del profesor de turno. Si no modulaba bien, para mí era un mal profesor porque no le entendía nada. Al terminar cada clase le pedía a un compañero que me prestara los apuntes que había tomado para copiarlos en casa. Eran tiempos en los que no existían las fotocopiadoras. A lo más los estencils, los dittos. Tampoco existían los celulares para grabar las clases ni nada por el estilo. Es así como el grueso de mi tiempo de estudio lo ocupaba copiando apuntes de compañeros.

Pocos de mis profesores eran investigadores, el grueso de ellos fueron ejecutivos. Mis mejores docentes fueron estos últimos, no los primeros. Con ello no estoy diciendo que los investigadores no puedan ser buenos docentes. Pueden serlo y de hecho muchos lo son.

Estoy hablando de mis tiempos estudiantiles, esto es, de hace más de medio siglo atrás, de la década de los 60, cuando al mismo tiempo las aulas universitarias estaban impregnadas de un fuerte clima político. Entre mis compañeros de generación destacan Kako Latorre, Francisco Prat, Hernán Büchi y Maño Riesco, quienes han dejado huella en los más diversos ámbitos, pero muy especialmente en el político.

En esos tiempos en el mundo académico no se exigía publicar. La investigación estaba centrada en el objetivo de saber más sobre las más diversas materias, en especial a las más atingentes al desarrollo del país, en esos tiempos centrados en la sustitución de importaciones ante la endémica escasez de divisas. Pocos estaban preocupados de publicar o patentar los resultados de sus trabajos. Tampoco existía la categorización académica en verdaderas castas supuestamente ordenadas por una supuesta jerarquía inobjetable. Eran tiempos en los cuales los académicos se trataban entre iguales, y en los cuales trabajar en la universidad, más que un trabajo del que se vivía, era un honor del cual uno se enorgullecía.

Hoy, por el contrario, trabajar en la universidad se ha transformado en una profesión en sí misma, donde más que experiencia y trayectoria profesional se exigen doctorados y posdoctorados. Y para mantenerse y ascender jerárquicamente, se demanda publicar en revistas indexadas y ganar proyectos concursables. Publicas, o hasta acá llegamos. Y en tal contexto como todo conejo que va tras la zanahoria para sobrevivir, tienes al mundo académico de cabeza tratando de publicar y adjudicarse proyectos. Todo esto se ve alentado por la publicación de rankings que empujan en la dirección de publicar más y más. 

Ya hay toda una industria tras esto en el campo de las revistas científicas, las que ahora se jerarquizan en cuartiles, tal como se jerarquizan a los académicos. Y hay revistas que cobran por publicar; universidades que pagan por publicar; y así entramos en una espiral sin fin mientras los alumnos de las carreras de pregrado ven que sus profesores son reemplazados por segundos de a bordo, porque los titulares están sumergidos en sus proyectos, en sus publicaciones, o asistiendo a congresos, seminarios u otros eventos de su especialísima especialidad.

Dadas las métricas imperantes para la evaluación de las actividades que realizan los académicos, no es difícil imaginar los efectos perversos que esto conlleva. Entre ellos, que la docencia no es prioridad dado que no ayuda a la jerarquización, a subir de jerarquía, ni a tener más ingresos, ni a estar en la planta regular de las universidades.

Sería interesante que las universidades dieran a conocer los problemas que resuelven las investigaciones que se llevan a cabo en su seno y el costo asociado a ellas. El caso es quizás más dramático en las universidades regionales, dado que nacieron para promover el desarrollo de las regiones en que se insertan. No tengo duda que han hecho su contribución. Su sola presencia ya constituye todo un aporte, pero me asiste la certeza que puede ser mucho mayor. No solo puede, debe ser mayor. La investigación debe ser para resolver problemas reales que nos afectan, antes que para cumplir métricas. Y sin sacrificar la docencia.

 

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