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Foto de Collab Media en Unsplash |
En Santiago estudié Ingeniería
Civil Industrial en la Universidad de Chile, en su Escuela de Ingeniería de la
Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, quizás más conocida como Escuela
Beaucheff. Los profesores investigadores eran contados con los dedos de la
mano. El grueso de ellos eran profesionales de gran experiencia, altos
ejecutivos que trabajaban en empresas del sector público o privado que llegaban
a clases con una mano adelante y otra atrás. A lo más, con alguna pequeña
libreta que empezaban sus clases preguntando dónde habíamos quedado en la
última clase. E iniciaban sus clases con una pachorra, un dominio espeluznante.
Si se trataba de un buen profesor, por lo general lo eran, en el transcurso de
la clase, no volaba una mosca. Por mi sordera me sentaba en primera fila y no
podía tomar apuntes porque tenía que concentrarme en “escuchar” leyendo los
labios del profesor de turno. Si no modulaba bien, para mí era un mal profesor
porque no le entendía nada. Al terminar cada clase le pedía a un compañero que
me prestara los apuntes que había tomado para copiarlos en casa. Eran tiempos
en los que no existían las fotocopiadoras. A lo más los estencils, los dittos.
Tampoco existían los celulares para grabar las clases ni nada por el estilo. Es
así como el grueso de mi tiempo de estudio lo ocupaba copiando apuntes de
compañeros.
Pocos de mis profesores eran
investigadores, el grueso de ellos fueron ejecutivos. Mis mejores docentes
fueron estos últimos, no los primeros. Con ello no estoy diciendo que los
investigadores no puedan ser buenos docentes. Pueden serlo y de hecho muchos lo
son.
Estoy hablando de mis tiempos
estudiantiles, esto es, de hace más de medio siglo atrás, de la década de los
60, cuando al mismo tiempo las aulas universitarias estaban impregnadas de un
fuerte clima político. Entre mis compañeros de generación destacan Kako
Latorre, Francisco Prat, Hernán Büchi y Maño Riesco, quienes han dejado huella
en los más diversos ámbitos, pero muy especialmente en el político.
En esos tiempos en el mundo
académico no se exigía publicar. La investigación estaba centrada en el
objetivo de saber más sobre las más diversas materias, en especial a las más
atingentes al desarrollo del país, en esos tiempos centrados en la sustitución
de importaciones ante la endémica escasez de divisas. Pocos estaban preocupados
de publicar o patentar los resultados de sus trabajos. Tampoco existía la
categorización académica en verdaderas castas supuestamente ordenadas por una
supuesta jerarquía inobjetable. Eran tiempos en los cuales los académicos se
trataban entre iguales, y en los cuales trabajar en la universidad, más que un
trabajo del que se vivía, era un honor del cual uno se enorgullecía.
Hoy, por el contrario, trabajar en la universidad se ha transformado en una profesión en sí misma, donde más que experiencia y trayectoria profesional se exigen doctorados y posdoctorados. Y para mantenerse y ascender jerárquicamente, se demanda publicar en revistas indexadas y ganar proyectos concursables. Publicas, o hasta acá llegamos. Y en tal contexto como todo conejo que va tras la zanahoria para sobrevivir, tienes al mundo académico de cabeza tratando de publicar y adjudicarse proyectos. Todo esto se ve alentado por la publicación de rankings que empujan en la dirección de publicar más y más.
Ya hay toda una industria tras esto en el campo de las
revistas científicas, las que ahora se jerarquizan en cuartiles, tal como se
jerarquizan a los académicos. Y hay revistas que cobran por publicar;
universidades que pagan por publicar; y así entramos en una espiral sin fin
mientras los alumnos de las carreras de pregrado ven que sus profesores son
reemplazados por segundos de a bordo, porque los titulares están sumergidos en
sus proyectos, en sus publicaciones, o asistiendo a congresos, seminarios u otros
eventos de su especialísima especialidad.
Dadas las métricas imperantes para
la evaluación de las actividades que realizan los académicos, no es difícil
imaginar los efectos perversos que esto conlleva. Entre ellos, que la docencia
no es prioridad dado que no ayuda a la jerarquización, a subir de jerarquía, ni
a tener más ingresos, ni a estar en la planta regular de las universidades.
Sería interesante que las
universidades dieran a conocer los problemas que resuelven las investigaciones
que se llevan a cabo en su seno y el costo asociado a ellas. El caso es quizás
más dramático en las universidades regionales, dado que nacieron para promover
el desarrollo de las regiones en que se insertan. No tengo duda que han hecho
su contribución. Su sola presencia ya constituye todo un aporte, pero me asiste
la certeza que puede ser mucho mayor. No solo puede, debe ser mayor. La
investigación debe ser para resolver problemas reales que nos afectan, antes
que para cumplir métricas. Y sin sacrificar la docencia.
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