Dentro de la discusión que ha tenido lugar por estos meses, está aquella que tiene que ver con los cambios al financiamiento y la institucionalidad de la educación. Quienes se oponen, reclaman que los proyectos de ley que el gobierno está presentando al congreso, orientados a poner fin al lucro, el copago y la selección, omiten lo relevante, la calidad de la educación.
En primer lugar, se constata la existencia de un cierto consenso de que no estamos conformes con la educación que tenemos. En segundo lugar, es importante recordar que lo que tenemos fue fraguado en la segunda mitad de la década de los 70, impuesto a comienzos de los 80 e institucionalizado el día antes de que asumiera el primer gobierno de la Concertación.
Lo que tenemos es un modelo creado para que hoy tengamos una educación de calidad. Al menos así lo explicitaron las autoridades de la época, hace ya más de 30 años, cuando no existía oposición, porque si a alguien se le ocurría oponerse, se le relegaba, despedía, desaparecía, torturaba, borraba, exiliaba.
Esta mayor calidad, según sus promotores, se obtenía por medio de una batería de medidas o políticas, algunas de las cuales me voy a permitir recordar.
Para tener más calidad, se municipalizó la educación, de modo que las escuelas estuvieran bajo el control de los municipios en vez del ministerio de educación, y por esta vía facilitar su gestión. Municipios, cuyos alcaldes eran nominados a dedo por el gobierno de la época, la dictadura del innombrable. Ellos sabrían poner a los directores más apropiados para que las escuelas subieran su calidad.
Para tener más calidad, se resolvió terminar con el financiamiento asegurado año a año, y cambiarlo por uno basado en vouchers, cupones, subvenciones por alumnos asistentes. La lógica subyacente en los ideólogos de la época era que una escuela de calidad atraería más asistencia, olvidando que ella obedece a múltiples factores que van más allá de la calidad de las clases que se imparten, como son la localización, el clima y la salud de los escolares.
Para tener más calidad, se decidió promover la inversión privada mediante la opción de crear nuevos establecimientos educacionales con fines de lucro y con subvención estatal. Esto bajo la lógica de que más establecimientos, generarían mayor competencia, y esta mayor competencia, traería inevitablemente, mayor calidad.
Para tener más calidad se liberalizó el mercado de la educación superior, donde cualquier institución de educación superior, no necesariamente universidad, podía abrir carreras de pedagogía, adonde podía entrar cualquiera. Total, el mercado se encargaría de seleccionar a los mejores profesores, porque los malos profesores no serían contratados. Así de simple.
Para tener más calidad se privilegió la libertad de enseñanza por sobre los derechos a la educación, en el marco de un racional donde se asume que las señales del mercado, los incentivos para emprender y la competencia no darían otro resultado que una educación de más calidad que la que teníamos en tiempos anteriores.
Posteriormente, en 1993, ya en tiempos de la Concertación, y ante la imposibilidad de sustituir el modelo educacional y de allegar todos los recursos públicos que la educación demandaba, para tener más calidad, se abrió la posibilidad del copago, esto es, que las familias complementaran la subvención estatal con un pago de las familias, en lo que se ha llamado el financiamiento compartido.
En resumen, para tener más calidad, se optó por desregular y privatizar la educación, convirtiéndola en un bien de consumo más, en la convicción de sus promotores, que de este modo alcanzaríamos a tener una educación de calidad. El resultado no es precisamente eso. Lo que nos legaron los próceres de entonces, ha sido una educación de mala calidad, y más encima, segregada y cara. Una vez más, el diablo metió su cola.
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