Frente a la demanda estudiantil por una educación gratuita han surgido distintas voces, desde los más diversos sectores, afirmando que no corresponde por ser injusta, regresiva. El énfasis es puesto en el absurdo que quienes tienen para pagar su educación reciben educación gratuita y que la sociedad sea la que les financie su educación.
Esto se complementa con una mirada de la educación como un bien de consumo, como un bien transable en el mercado, antes que como un derecho de todos y todas a una educación decente. En estos términos, la lógica dominante en las altas esferas, suena impecable, razonable, justo. Así hemos llegado a la realidad actual, una educación de mercado, donde los económicamente poderosos pagan por su educación y los pobres son subsidiados por el Estado con becas o con créditos a tasas de interés blandos. El resultado es lo que tenemos, una educación altamente segregada, de desigual calidad para unos y para otros; una educación que es financiada mayormente por las familias, dado que el Estado se ha retraido.
Hoy, Chile es un país que se destaca en el concierto mundial por tener uno de los sectores más privatizados, tanto en su provisión, en su matrícula, como en su financiamiento. En su provisión, porque la inmensa mayoría de los establecimientos educacionales existentes en el país son privados; en su matrícula, porque tanto en los niveles básico, medio y superior, la matrícula es esencialmente privada; y en su financiamiento, porque la carga financiera la soportan mayormente las familias antes que el Estado.
Frente a esta realidad de creciente privatización desde los 80, se esperaría, siguiendo la lógica neoliberal, promercadista, un incremento en la calidad de la educación. Desafortunadamente, entre el malestar ciudadano, destaca aquel asociado a la mala calidad de la educación y que se expresa en los bajos niveles de comprender lo que se lee y de capacidad de razonar y discernir de quienes egresan de la enseñanza básica y media, así como de las elevadas tasas de deserción en la educación superior.
Como la educación es un negocio como cualquier otro, lo que importa, es matricular porque con la matrícula llegan los recursos. Sin pudor alguno se abren carreras, se incrementan vacantes con independencia de las capacidades de quienes ingresan. Lo importante es que con sus matrículas, se tienen ingresos. esta asociación solo es posible gracias a que la educación no es gratuita, porque si ella fuese gratuita, otro gallo cantaría, otro racional guiaría la apertura de establecimientos educacionales, de carreras, de vacantes.
Por último, cabe agregar que no es posible omitir que tras la oposición de las élites a la gratuidad de su educación no obedece a su altruismo, sino que a poderosas razones mercantiles. Esas élites son las dueñas de los establecimientos educacionales y de las universidades que lucran. Las utilidades que les reportan, que no es otra cosa que el trasvasije de recursos financieros de los de abajo y del Estado a sus bolsillos, superan con creces los eventuales costos que les reportaría educar a sus hijos.
En síntesis, a los poderosos, que no constituyen más del 1% de la población, les sale más a cuenta pagar por la educación que renunciar al pingüe negocio educacional.
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