El modelo educacional chileno, fraguado entre cuatro paredes a fines de los años 70 e implementado desde el 81, en tiempos del innombrable, tiene al lucro como su catalizador. Esto significa que el modelo imperante se sustenta en él. Sin lucro, el modelo se cae, razón por la cual no se ha tocado ni se toca, por más que se reclame contra el lucro y se procure poner el foco en otros componentes, como lo es la calidad de la educación que reciben nuestros estudiantes.
La relevancia del lucro se explica porque sin él, el negocio educacional se va a las pailas. El fundamento del lucro en la educación reside en una visión de ésta como un bien de consumo. Esta concepción es la que ha dominado la escena nacional desde hace ya más de 30 años, no solo en el sector educacional, sino que también en otros sectores en los que el Estado siempre ha tenido una fuerte injerencia, tanto en su provisión como en su financiamiento. La incursión del Estado, en educación y salud, sus servicios no son clásicos bienes de consumo, ya que sus beneficios van más allá de las personas que los reciben.
Si hoy hiciéramos un balance respecto de los resultados de la reducción del Estado y la incursión de privados en educación, salud y previsión, el panorama es desolador, a la luz del malestar ciudadano, tanto en nuestro país como en otros que han recorrido similares senderos.
Podría discutirse ad infinitum si acaso los niveles de masificación y de calidad de los servicios educacionales serían mayores o menores si hubiésemos contado con otro modelo no basado en la privatización espoleada por el afán de lucro. No obstante esta discusión, dependiente del ojo con que miramos la realidad, es muy probable que convengamos que lo que tenemos es segrega, que el modelo imperante no hace sino reproducir, profundizar, agudizar, las lacerantes desigualdades existentes en nuestra sociedad.
La sociedad chilena identifica a la educación de sus hijos como el trampolín para su progreso, su ascenso social, salir de la pobreza, expectativa válida que se ve defraudada cuando la educación no cumple su propósito ya sea por su mala calidad y/o por su alto costo. Cuando esto ocurre, lo mínimo que produce es irritación.
El alto costo de la educación en Chile, el más alto a nivel mundial en relación a nuestro ingreso per cápita, y que es financiado en su mayor parte por las familias, ha generado un nivel de endeudamiento sin parangón que la estatización del CAE amortigua, pero no elimina. Y los que se endeudan no son los más ricos, sino que los más pobres, muchos de los cuales ni siquiera logran terminar sus estudios. Esto es, salen del sistema educacional sin haber terminado sus estudios y endeudados mientras los establecimientos educacionales, particularmente los de educación superior privada, hacen su pingüe negocio. Y los dueños de ésta no son justamente los más pobres, sino que por el contrario, constituyen el 1% de los chilenos de mayores ingresos.
En consecuencia, la no gratuidad de la educación en Chile, fuertemente vinculada al lucro, representa una política regresiva, a diferencia de lo que sostienen autoridades gubernamentales, porque a lo largo de estas últimas décadas, ha producido un trasvasije de recursos desde sectores de menores ingresos a los de mayores ingresos.
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