A comienzos de esta semana se renovó la presidencia de la cámara de diputadas y diputados, que finalmente recayó en una representante del partido comunista (PC), Carol Cariola.
Su elección tiene
como origen un acuerdo entre las fuerzas oficialistas donde la renovación se
produciría cada cierto período de tiempo. Este acuerdo se produjo al tomar
posesión el nuevo parlamento hace ya poco más de dos años, cuando la mayoría de
diputadas y diputados tendían a ser afines al oficialismo.
Cuando al PC le
correspondía encabezar la cámara, el acuerdo fue tirado por la borda porque la
mayoría de entonces dejó de serlo en virtud de un drenaje desde el partido
demócrata cristiano (DC) hacia dos nuevos partidos, Amarillos y Demócratas.
Partidos surgidos al calor de la última elección presidencial y que fueron
protagonistas del debate generado por los fallidos procesos constitucionales en
que estuvimos embarcados, particularmente en el primer proceso.
Tal como las fuerzas
de gobierno tuvieron que lamer sus heridas por haber perdido recientemente la
presidencia del Senado, ahora es la oposición la que tendrá que lamer las suyas
al ver escapar de entre los dedos una presidencia de la Cámara que daba por
sentada por tener la mayoría.
De hecho, la
oposición levantó como candidata a Joanna Pérez, exDC, para tentar al centro
político y así frustrar el arribo a la testera de la Cámara a una diputada
comunista. Que la oposición alcanzara la presidencia del Senado hizo pensar que
similar éxito tendría en esta ocasión. Estuvo a punto de lograrlo. El veto anticomunista que en
su momento se impuso a Carol Cariola, supuso el
incumplimiento de un acuerdo que ahora se restableció a punta de negociaciones
de último minuto.
En esto no hay nada
nuevo bajo el sol, donde lo que buscan de lado y lado es capturar el centro
político, esto es, a quienes no se identifican ni con la izquierda ni la
derecha. La tónica ha sido, desde que
tengo uso de razón, al menos en Chile, que quien conquista el centro, gana las
elecciones. El centro político es la vedette a quien cortejar, querer, mimar. Y
no pocas veces es el caballo de Troya de quienes se cobijan tras él.
Esto parece un juego de máscaras porque se trata de una disputa política,
de un protagonismo político que está muy lejos de las preocupaciones ciudadanas.
Una disputa ilustrativa de una política narcisista, que se mira el ombligo, y
que por lo mismo está con su prestigio por los suelos. Mientras tanto, la
ciudadanía sufre los avatares del devenir diario, y la corrupción que empapa a
las élites empresariales, profesionales, militares, mientras los ciudadanos de
a pie observan impávidos desfiles de dineros mal habidos.
En este contexto, los políticos nacionales en vez de abordar y resolver
los acuciantes problemas que nos aquejan parecen enfrascarse diariamente en
discusiones estériles que degradan la democracia, poniéndola en entredicho. Pocos
escapan a este sino, tanto en medios opositores, como de gobierno. Los partidos
políticos que deben ser modelos de comportamiento y propuestas, por el
contrario, dejan mucho que desear.
Desgraciadamente este escenario va más allá de los partidos, trasciende a la política, empapando a las más diversas instituciones de todo orden -militares, religiosas, financieras, empresariales, profesionales, educacionales-. Todo un símbolo de los tiempos que vivimos, tiempos en los que todo se vuelve líquido, pasajero, precario, incierto, acá y en la quebrada del ají. Solo nos queda el consuelo que en otras partes se está peor, que estamos lejos de las guerras que tienen al mundo en ascuas.
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