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Como ya es
habitual, en estos meses se repite, año a año, el mismo drama, y lo que es
peor, con características crecientes. Incendios que se multiplican en cantidad
e intensidad dejando su estela de muerte y destrucción. ¿Qué hacer? ¿Solo nos
queda llorar sobre la leche derramada?
Las razones
se repiten una y otra vez, con distintos énfasis. Unos ponen el acento en el
factor humano y la intencionalidad de muchos de los incendios; otros en la
existencia de gran cantidad de bosques de especies no nativas –pinos y
eucaliptos-, especies incendiarias; otros en el mal manejo de tales bosques por
parte de las empresas forestales; otros en la escasez de recursos humanos y
materiales para combatir el fuego; y por último, las limitaciones de sucesivos
gobiernos para enfrentar con rapidez y eficiencia estas emergencias.
Lo expuesto
se enmarca en un contexto dado por el cambio climático que extrema las
temperaturas y que por ello facilita el desarrollo y la multiplicación de estos
desastres que están lejos de ser naturales. Hay una responsabilidad grave en
nosotros, en nuestros comportamientos, nuestras decisiones que parecieran estar
guiadas por intereses de corto plazo, en desmedro del largo plazo, como si el
mundo se fuese a acabar.
Y si
seguimos así, la profecía terminará por cumplirse: se acabará y hasta acá no
más llegamos si no nos planteamos un giro copernicano para sobrevivir. Confío en
que aún estamos a tiempo, que no esté dicha la última palabra, que podamos
revertir el curso de los acontecimientos. Pero eso exige disciplina,
ordenarnos, establecer las prioridades apropiadas.
Resulta
imperativo actuar sobre las causas de los incendios, sobre todo aquellas que
los facilitan, así como aminorar sus consecuencias. No nos podemos dar el lujo
de ver todos los años nuestras tierras quemadas, arrasadas por el fuego. Hay que repensarlo todo. Como en todas las
cosas de la vida, reforzar lo preventivo. Nada nuevo bajo el sol: más vale
prevenir que curar.
Repensar la
educación para generar la debida conciencia que el tema amerita. Repensar el
modelo de negocio forestal que tenemos, las especies arbóreas cultivadas, la
gestión forestal, el manejo de nuestros suelos, la implementación de
cortafuegos, entre otros aspectos cruciales. Repensar el modelo de control,
monitoreo y seguimiento de los factores que inciden en la probabilidad de
ocurrencia de estos desastres. Hoy por hoy, existe la tecnología que permite
viabilizar lo que en el pasado no era posible.
En paralelo
debemos incrementar nuestras capacidades de control y contención de los
incendios una vez desatados. No hay duda que ellas se han visto aumentadas en
los últimos años, pero a todas luces en forma insuficiente al tenor de las
características que están teniendo los incendios, cada vez más agresivos.
Nuestro modelo bomberil, de carácter voluntario, financiado a punta de
donaciones, aportes públicos y privados sujetos a la discreción de autoridades
públicas y privadas, ya no se sostiene.
El carácter ciento por ciento voluntario que tiene el quehacer
de los bomberos es insostenible. Ya es tiempo de profesionalizar la actividad y
asignarle los recursos que permita a sus actores desenvolverse como tales. No
puede ser, a esta altura del partido, que siga financiándose a punta de rifas,
bingos, completadas o recolectando recursos en los peajes o esquinas de calles.
Se requiere un cuerpo mínimo de bomberos debidamente profesionalizado, equipado
y financiado, complementado con un cuerpo de bomberos voluntarios supeditados a
los primeros.
Tal como existe un cuerpo policial y
militar profesional, lo mismo cabe respecto del contingente bomberil. Los
tiempos no están para romanticismos, menos en tiempos de codicia.
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