Quien fuera presidente del Perú, Alan García, decidió poner fin a sus días cuando fueron a su casa con una orden de detención en el marco del caso de la constructora brasileña ODEBRECHT. Este caso atraviesa a casi toda América Latina, y particularmente a aquellos países donde la empresa se habría adjudicado licitaciones para grandes obras públicas usando mecanismos non sanctos.
La pregunta que aflora es ¿por qué García se suicidó? ¿por vergüenza? ¿por sentirse acorralado? ¿por injusticia? ¿por sentirse inocente?
Para sus partidarios, García es inocente de todas las acusaciones en su contra; esto no sería más que una persecución política, adobada con la búsqueda de notoriedad por parte de los fiscales a cargo del caso.
Para otros, al sentirse acorralado, García no fue capaz de enfrentar las acusaciones de corrupción a su persona y a su círculo más cercano. Meses antes había intentado eludir la acción del poder judicial solicitando asilo en Uruguay por considerarse que era un perseguido político. Solicitud que fue denegada en consideración a que el gobierno uruguayo estimó que en el Perú el poder judicial funciona con independencia del poder político.
A lo largo de su vida, desde temprana edad, Alan García destacó por una oratoria, una retórica, un discurso, un mesianismo envolvente, cautivante. Por lo mismo, le decían el caballo loco. Un político de la vieja estirpe, de tomo y lomo del APRA -Alianza Popular Revolucionaria Americana-, un partido de izquierda o centroizquierda fundado por Raúl Haya de la Torre.
Fue presidente del Perú en dos oportunidades, la primera de 1985 hasta 1990, cuando tenía tan solo 36 años. Gobierno que abrió paso al fujimorismo producto del recrudecimiento del terrorismo de Sendero Luminoso y de una galopante crisis económica que García no fue capaz de sortear. Bajo el gobierno de Fujimori decide exiliarse. En el año 2001 decide postular a la presidencia, siendo derrotado por Toledo. Insiste en el 2006, año en que logra triunfar, iniciando un gobierno que quedará marcado por la corrupción y un viraje hacia políticas económicas neoliberales. Una década después, en el 2016 vuelve a postularse a la presidencia, obteniendo una votación por debajo del 10%. Su ocaso político estaba sentenciado.
Al tomar la decisión de terminar con su vida, García tenía claro que al condenársele, en ningún caso tendría que tomar clases de ética, ni prisión domiciliaria, sino que muy por el contrario, que tendría el mismo destino que Fujimori.
Triste destino de un personaje que cautivó en sus inicios con su verbo, y que defraudó en el camino. Como tantos otros.
En tal sentido no deja de ser interesante lo que está ocurriendo en el Perú, donde la corrupción ha causado estragos, así como en tantos otros países. De hecho son varios los políticos, militares, empresarios y expresidentes los que se encuentran encausados y perseguidos por escándalos de corrupción. Interesante porque en otros países quienes están siendo acusados por similares delitos se pasean sin arrugarse como Pedro por su casa.
Nos pena la ausencia de ética en la actuación tanto pública como privada. En Chile del baúl de los recuerdos podemos destacar, tan solo a modo de botones de muestra, los pinocheques y las privatizaciones entre gallos y medianoches en tiempos de dictadura, así como el desmalezado de Con Con, los sobres con sobresueldos y los muebles de ratán en tiempos de transición. Y ahora último, las colusiones farmacéuticas, de papel higiénico y de pollos, el señor de los anillos, el oscurantismo en las compras de las FFAA, y como broche de oro, las movidas de los jueces de Rancagua.
El suicidio de García debiera invitarnos a reflexionar en torno a la pregunta ¿cómo andamos por casa? ¿no es hora de dar vuelta la campana? No es hora de aplicar cárcel irrenunciable a quienes corrompen y son corrompidos? ¿de abandonar las penas alternativas para los de arriba? ¿de analizar por qué nos dejamos tentar?
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