Terminadas las fiestas patrias, regresamos a nuestra realidad diaria. La celebración va por la vía de aprovechar para salir, cambiar de aire, descansar, distraernos. Si nos detuviésemos a reflexionar en torno a nuestra independencia, muy probablemente nos percataremos que de independientes tenemos poco. Nos sacudimos de un yugo, pero eso no significa necesariamente que estamos sin yugo.
Seguimos siendo un país subdesarrollado, aún lejos de alcanzar el tan esquivo desarrollo. Desde que tengo uso de razón, por un motivo u otro, la meta, ser un país desarrollado, se pospone una y otra vez. Se nos escapa cada vez que sentimos que estamos ad portas de él.
Otros países, en estas mismas últimas cinco décadas, han logrado dejar atrás el subdesarrollo, aun partiendo de condiciones mucho más desfavorables que nosotros.
¿Dónde está la diferencia? Parece estar en que mientras nosotros hablamos, conversamos, discutimos, hacemos como que trabajamos, otros trabajan, se esfuerzan, actúan, se apoyan entre sí. En síntesis, para alcanzar el desarrollo no basta la voluntad si no va acompañada de esfuerzo, acción, trabajo, persistencia y un talante solidario y colaborativo. En caso contrario, no pasa de ser una quimera.
Somos de los países cuyos trabajadores tienen más horas laborales al año, cuyos estudiantes tienen más horas de clases. No obstante ello, nuestra productividad y capacidad para agregar valor a los recursos naturales que generosamente nos provee nuestra tierra, deja mucho que desear. De hecho, no hemos logrado romper nuestra dependencia del cobre, y el mayor componente de nuestras exportaciones siguen siendo materias primas sin mayor valor agregado.
En un mundo globalizado, crecientemente competitivo, el que pestañea, pierde. Y nosotros pareciera que nos pasamos pestañeando. Por momentos se nos suben los humos a la cabeza, particularmente cuando nos comparamos con quienes pestañean más; también cuando nos cotejamos con las condiciones materiales bajo las cuales nosotros mismos vivíamos hace no más de una o dos décadas atrás.
Nos falta el gran salto cultural, económico y educacional. El primero, un salto más cualitativo; el segundo, más cuantitativo. El cultural tiene que ver con no tanto más horas de trabajo, como trabajar mejor; con ser más responsables, puntuales, disciplinados, valorar el trabajo bien hecho, cumplir la palabra empeñada. Abandonar el chamullo, el trabajo a medias, el arreglo con alambritos, los más o menos, las avivadas.
El salto económico se relaciona con que no podemos seguir gastando en innovación e investigación menos del 1% del producto interno bruto (PIB), cuando los países desarrollados invierten más del 2%. En esta esfera el sector privado tiene una tremenda responsabilidad porque el grueso de lo que se gasta en innovación en Chile proviene del sector público, en circunstancias que en los países que más invierten el mayor peso recae en los privados.
El salto educacional que tiene que ver con hacer posible el salto cultural, esto es, cambiar nuestra mirada, que provea no solo conocimientos, sino valores, y donde la responsabilidad es compartida por los establecimientos educacionales con las familias. Los países más desarrollados tienden a tener una educación pública, gratuita y de calidad. Una educación pública de mala calidad, y por la cual más encima haya que pagar, pierde su razón de ser.
Resumiendo, solo cuando hayamos dado estos saltos, recién entonces podremos ponernos pantalones largos, esto es, afirmar que somos un país desarrollado, y por tanto, independiente en todo su significado.
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