Finalmente salieron los resultados de la encuesta CASEN, los que han pasado a ser los indicadores del nivel de pobreza en nuestro país. Los resultados que conoce la opinión pública han abierto un nuevo debate político que ha pasado a reemplazar al de semanas anteriores entorno al salario mínimo. El gobierno se vanagloria de logros que asume suyos, en tanto que la oposición denuncia que las cifras no son en modo alguno para cantar victoria.
Hagamos un intento por sacudirnos de la hojarasca por la vía de echarle mirar las tendencias y los contextos en que ellos tuvieron lugar. La tendencia, a lo largo de las últimas décadas revela una caída en la pobreza de nuestro país. Hoy es de menos de la mitad de la que existía 20 años atrás. Similar tendencia es la que se da con la pobreza dura, la indigencia, o como se quiere llamar ahora, eufemísticamente, “en situación de calle”. Este período coincide con el de la llegada de la democracia, que con todas sus persistentes limitaciones, hizo posible que hoy estemos con un país diametralmente distinto que interactúa con un mundo que ya no le da las espaldas. Todo esto en un contexto en el que también existieron crisis internacionales.
El país ha sorteado dificultades no sin esfuerzo y con altos costos. Así como ayer el tema clave era el de la reducción de la pobreza, hoy sigue siéndolo junto con el de la desigualdad. El debate hoy hay que centrarlo en términos de la velocidad con que está bajando la pobreza. Estadísticamente, en relación al crecimiento que ha experimentado el país, se esperaría una disminución de la pobreza significativamente mayor. Con las tasas de crecimiento que tenemos, el volumen de actividad y empleo que se está generando, sorprende que la pobreza no disminuya más rápidamente.
De hecho, uno de los principales logros que el gobierno persistentemente señala es el asociado a la generación de empleo, que en casi dos años ha crecido en poco menos del 10%. Surge entonces la pregunta clave: ¿hacia dónde se dirigen los beneficios que reporta el crecimiento? Si el país se encuentra boyante, pleno de actividad, brioso, con altos niveles de empleo ¿porqué tanto temor a la fijación de un salario mínimo más elevado? Si no es ahora ¿cuándo? Es de presumir que son los más pobres quienes reciben bajos salarios, por lo que su aumento les beneficiaría sustancialmente. Es necesario recordar que casi un millón de chilenos reciben el salario mínimo. Pero no, desde las esferas gubernamentales se afirma que no se puede poner en riesgo al país. ¿Alguien puede creer, de buena fe, que un salario mínimo de $200,000 mensuales puede poner en riesgo el crecimiento de Chile? En su lugar, prefieren aplicar bonos, los que por su naturaleza son temporales, específicos, y que se vinculan con una política asistencialista que si bien puede redituar electoralmente, por su dependencia de la voluntad gubernamental, es suprimible en cualquier momento.
La realidad en que nos encontramos, hace posible, sin arriesgar lo alcanzado, subir el salario mínimo y fijar un salario máximo en función de un múltiplo del salario mínimo que contrarreste la propensión existente hacia un aumento en la desigualdad a la que conduce la lógica de mercado imperante. No es posible creer que con un salario mínimo de $200,000 (alrededor de US$ 400), se pone en riesgo el empleo y el crecimiento del país, y que en cambio no lo pone en riesgo un salario mínimo de $193,000. Nadie se puede creer que $ 7,000 mensuales hagan la diferencia entre el estancamiento y el crecimiento.
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