El presidente del senado, Camilo Escalona, se desistió de promover el diálogo entre el gobierno y la oposición al constatar que no tenía piso, dado que uno de los partidos de la Concertación, el PPD, no estaba disponible para respaldar las tratativas en esa dirección.
El tema es relevante porque la política supone agotar todas las instancias de diálogo para la resolución de los conflictos y que la clase política debe estar siempre disponible para estos efectos. También supone flexibilidad, algún grado de probabilidad de avances sustantivos, y confianza en que las tratativas lleguen a buen puerto para todas las partes.
El tema me recuerda lo que ocurre con las relaciones de nuestro país con Bolivia. Desde que tengo uso de razón, Bolivia aspira tener mar, mientras Chile afirma que se trata de un asunto zanjado a través de tratados firmados de mutuo acuerdo. Chile, al menos aparentemente, ha mostrado disposición al diálogo, la que a ojos de Bolivia, y de cualquiera con dos dedos de frente, no ha conducido a puerto alguno, y menos a la satisfacción de las aspiraciones bolivianas. A estas alturas del partido Bolivia ya está convencido que lo que entiende por diálogo es algo muy distinto a lo que presume Chile. Bolivia dialoga para tener una franja marítima apelando a razones históricas; Chile lo hace como prueba de su disposición y voluntad de diálogo. En ocasiones también son motivos internos y/o externos los que inducen al diálogo o a su ruptura, ya sea para distraer a la opinión pública cuando uno de los gobiernos enfrenta dificultades de orden interno, o para descomprimir alguna otra coyuntura compleja.
Esta invitación al diálogo, si bien se desconoce su origen, es muy probable que provenga tanto del gobierno como de la oposición con representación parlamentaria dados los bajos índices de respaldo ciudadano que tienen actualmente, unos y otros. No es primera vez que esta invitación se ha dado, y ¿cuál es el resultado a la fecha? La consolidación de un modelo de país con sus luces y sus sombras. Entre las primeras, destaca la reducción de la pobreza y el crecimiento alcanzado; entre las últimas, los niveles de desigualdad, y un tipo de desarrollo que no necesariamente conduce a una mayor calidad de vida, y sí a una mayor precarización laboral y farandulización de la sociedad.
Desafortunadamente no se visualiza que la invitación al diálogo esté destinada a poner sobre la mesa un modelo de desarrollo impuesto a la fuerza hace ya más de 30 años, cuyos resultados dejan mucho que desear en el ámbito de la salud, la educación y la previsión. Sentarse a conversar sin tocar a fondo estos temas, con la convicción que quienes están al frente solo aspiran a preservar y consolidar lo existente, para no pocos, sería perder el tiempo, engañarse, y engañar a terceros. El gran debate que viene para las próximas elecciones parlamentaria y presidencial, debiera ser entre dos proyectos: uno destinado a consolidar el modelo imperante, y otro destinado a reemplazarlo por uno que asigne el Estado un rol clave en el financiamiento y la provisión de los servicios de salud, educacionales y previsionales.
Este gran debate que no se ha dado a la fecha por los más diversos motivos, está pendiente, no se ve posible seguir posponiéndolo sin agudizar la ya conflictiva convivencia nacional.
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