Por estos días, en Chile, a 40 años del golpe militar, como nunca antes, se está viviendo una suerte de destape desde los más diversos sectores de la sociedad, poniendo en tela de juicio la actuación y la responsabilidad que les cupo. Tímidamente asoma la vergüenza entre algunos de quienes obviaron lo que se traían entre manos los responsables de las barbaridades que trajo consigo un régimen sin piedad que está entrando a la historia por sus horrores.
Como en ninguno de los aniversarios anteriores, imágenes, documentos, testimonios dan cuenta de lo ocurrido y las miradas de cada uno de nosotros, de quienes lo vivimos y quienes no lo vivieron, pero que heredaron sus consecuencias. Las heridas mal curadas, no cicatrizadas, se reabren una y otra vez. El tiempo, en vez de correr a favor de los responsables, ha corrido en contra. La historia se está encargando de poner en su lugar a cada uno de los actores de la tragedia.
Creímos que era posible otro país. La gran tragedia nacional, lo ocurrido, desde antes que asumiera Allende, nos vino a demostrar que no fue posible. Los grandes intereses nacionales e internacionales, se encargaron de impedirlo. Lo demás, son excusas. La injusticia y la pobreza reinante, no era consecuencia de la izquierda marxista, del comunismo internacional, sino que por el contrario, producto de una oligarquía eminentemente feudal. Allende es fruto de una realidad que el país quería cambiar por las buenas.
Las FFAA, las que se asume que pertenecen a todos los chilenos, no fueron capaces de sustraerse a los cantos de sirena de una derecha que no trepidó en cerrar todo espacio a salidas políticas buscadas por quienes avizoraban lo que vendría. Fracasadas estas salidas, surge la solución militar, unilateral, acicateada por quienes no podían tolerar lo que estaba ocurriendo.
¿Nos equivocamos? ¿En qué nos equivocamos? ¿Fuimos irresponsables? ¿Fuimos extremadamente voluntaristas? ¿Cuáles fueron nuestros delitos? ¿Haber creído que podíamos construir un país distinto? Lo ocurrido nos demuestra que fuimos más allá de los límites de lo tolerable por parte de quienes se creen dueños del país. Ese fue nuestro pecado, nuestro gran error. Ellos, no nosotros, son quienes definen lo que se puede y lo que no se puede hacer: este es el camino por donde hemos transitado desde el año 1990.
Hoy tenemos motivos de satisfacción y de insatisfacción. Entre los primeros, observar una nueva generación más suelta, sin miedo, que recogen nuestros sueños de antaño; entre los motivos de insatisfacción, observar que la persistencia de una derecha desvergonzada. Que no se avergüenza de haber respaldado una política de exterminio al amparo de una doctrina de seguridad nacional digitada desde Washington.
La reconstrucción de Alemania vino de la mano de una vergüenza colectiva por su adhesión al nazismo. La vergüenza es un valor que en Chile aún hace falta. Ni el Mamo Contreras ni Alberto Cardemil ni muchos de quienes estuvieron en Chacarillas sienten vergüenza por sus actuaciones ni por sus adhesiones a tesis de “presuntos o falsos detenidos desaparecidos”. Hace falta que sientan vergüenza en vez de orgullo.
Inevitablemente, más temprano o más tarde, la verdad aflora. La historia se está encargando de poner a Pinochet y los suyos en el lugar que se merece.
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