El martes por la noche, el país se concentró en un partido trascendental para las eliminatorias del próximo mundial a celebrarse en Brasil. Chile y Uruguay se jugaban el todo por el todo. Mientras Chile venía de perder en Lima, Uruguay como local solo había logrado un escuálido empate ante uno de los colistas, Paraguay.
Chile ganó guapeando, a la uruguaya, en un partido vertiginoso. Desde hace menos de una década que ya nadie daba un peso, ni por Chile ni por Uruguay, porque sus respectivos estilos de juego se habían quedado atrás. Uruguay, por la lentitud y brusquedad de sus jugadores, apostando a los tiros a la olla para el cabezazo o el entrevero. Chile por su juego arratonado, defensivo, con mucho pase lateral o hacia atrás, sin mayores pretensiones, concentrado más que en ganar, en no perder, o hacerlo honrosamente.
Lo que vimos el martes por la noche fue todo lo contrario, a todo dar, a gran velocidad. A pesar de las múltiples bajas de ambas escuadras, de que muchos juegan en el extranjero y con poco tiempo para compenetrarse de las órdenes y estilos de los entrenadores, Sampaoli y Tabaréz. Tuvimos el privilegio de observar un partido que nos tuvo en trance los 90 minutos, con mucho roce y ocasiones de peligro por ambos lados.
Mientras que a Chile le volvió el alma al cuerpo, a Uruguay la clasificación se le pone cuesta arriba. Sin embargo, aún queda trecho por recorrer, y nadie puede descuidarse.
Al otro día del partido, a primera hora llegó Michelle, y por la noche, más o menos a la misma hora del partido del día anterior, habló. Habló en un simbólico acto en una comuna donde vivió su infancia y rodeada de dirigentes sociales para anunciar lo esperado: su postulación a la presidencia. Lo hizo luego de 3 años al mando de una organización mundial, ONU-Mujeres, en un marco de sencillez, con los suyos, sin fanfarrias, modestamente, invitando a construir una nueva mayoría política y social capaz de derribar la gran muralla que nos divide: la desigualdad. Se vio a una Michelle, a sus anchas, feliz de volver al país que la vio nacer y sufrir. Tal como en el pasado el gran desafío era derrotar a la pobreza, hoy parece que no es otro que derrotar la desigualdad, reducirla, y abandonar el estigma que tenemos de ser uno de los países con mayor desigualdad en el mundo. Para lograrlo, en plena semana santa, nos invita a construir un programa de gobierno con ese objetivo central.
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