Si bien han transcurrido ya más de 2 semanas desde el terremoto, sus réplicas continúan manteniendo en ascuas a la población de las zonas amagadas. Es difícil sustraerse del tema y de sus secuelas, las que perduran y perdurarán por mucho tiempo.
Dada nuestra condición de país sísmico, por encontrarnos en una región donde las placas se encuentran, desplazan, ajustan y chocan de tiempo en tiempo, se asume que nuestra vida familiar, laboral, social, cotidiana, debiera tener internalizada esta realidad. Sin embargo, en la práctica ello no se da, al menos cuando observamos los daños producidos. Los pueblos y ciudades de las regiones más afectadas pareciera que hubiesen sido bombardeadas. Físicamente están destruidas y más allá del apoyo material y financiero que necesitan, requerirán un fuerte apoyo psicológico para recuperar su autoestima, rearmar su familia, buscar o volver a su trabajo.
Junto con la necesidad de actuar, de reaccionar para ponernos nuevamente de pie, no podemos dejar de reflexionar sobre la prevención. No obstante que nuestras políticas, normas, estándares en materias constructivas, fiscalizadoras y de prevención de riesgos son más severas que en otros países, parecen ser insuficientes para enfrentar eventos como el que motiva estas líneas. Si bien para la envergadura del cataclismo el número de muertos y heridos fue bajo, ello se explica en gran parte por la hora de ocurrencia, sin niños en las escuelas ni trabajadores en las empresas.
Las fotos y videos que a lo largo de estos días hemos presenciado, delatan nuestra precariedad, fragilidad y/o debilidad en las mas diversas materias y que nos resistimos a abordar de verdad. Todos sabemos que entre el camino costero y el mar no debe construirse, y entiendo que existen normas en tal sentido, tanto para facilitar el acceso público a la playa como por prevención ante un maremoto. Sin embargo, persistimos en construir entre el camino y la playa. Iloca y Duao son claros ejemplos del costo de la inexistencia o no aplicación de normas. Lo que no somos capaces de hacer nosotros, lo terminó haciendo el maremoto.
Lo mismo ocurrió con el terremoto. Hemos podido ver cómo lo que se ha hecho bien, sea antiguo o nuevo, resistió; lo que se ha hecho mal, no resistió. Así de simple. Moraleja: somos un país que no se puede dar el lujo de hacer mal las cosas; por el contrario, la naturaleza nos obliga a hacerlas bien. Por ello una de las lecciones que deja lo ocurrido es la necesidad de impregnarnos de una cultura por el trabajo bien hecho si no queremos engañarnos a nosotros mismos.
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