Un nuevo populismo de derechas -el fascismo puro y duro- pareciera que recorre el mundo, en principio, como resultado de un desencanto colectivo, de un sentimiento de frustración con la democracia, de que ésta nos ha fallado.
Curiosamente esto se da no
obstante que los mayores progresos socioeconómicos, científicos y tecnológicos,
se han dado en democracia, bajo regímenes democráticos, allí donde existe división
de poderes; donde las más altas autoridades políticas son elegidas por la
ciudadanía y no entre cuatro paredes; donde el poder militar está supeditado,
subordinado al poder civil; donde hay libertad de expresión y libertad para
emprender; donde el mercado y el estado se conjugan y complementan,
controlándose mutuamente con miras a maximizar el bienestar y minimizar la
desigualdad.
Tales regímenes no han sido,
ni son perfectos, tienen insuficiencias, qué duda cabe: la libertad de elección
de autoridades está constreñida por unos medios de comunicación concentrados en
pocas manos; la dependencia del poder militar al poder civil es tan solo una
verdad a medias; en tanto que el mercado y el estado en vez de complementarse
pareciera que buscaran ser sustituidos uno por el otro; la autonomía del poder
judicial suele estar acosada por el poder político.
No faltan las limitaciones
que impiden el despliegue de la democracia en toda su expresión, donde el
dinero no sea la medida del valor de las personas. Así y todo, no se ha
encontrado otro sistema político, distinto de la democracia, capaz de proveer
el bienestar que toda población anhela.
Nuestro deber es profundizar
la democracia, denunciar sus limitaciones para eliminarlas, no para degradarla.
Lo que hacen los populismos, tanto de izquierda como de derecha, es hacer uso
de la democracia para socavarla, reducirla. Por eso duele la elección democrática
de un racista, un misógino, un machista, un delincuente como Trump. Duele
cuando se elige a personas que no creen en la democracia, como ha estado
ocurriendo en Argentina, al elegir a Milei, como ocurrió en Brasil cuando se
eligió a Bolsonaro.
Que estemos eligiendo a personajes que desprecian la división de poderes, que buscan concentrar el
poder, es toda una señal de que algo anda mal, de insatisfacción, de
frustración con la democracia, con los partidos políticos y con la
institucionalidad imperante. También sería señal de que somos un tanto
masoquistas, que queremos a quienes nos esclavizarán, nos harán sufrir, a
quienes no nos quieren.
De otro modo no logro
explicarme que los inmigrantes estén votando por quienes los quieren expulsar;
las mujeres por quienes las basurean; los negros por quienes los desprecian. Que
los fallos que presenta la democracia, la decepción que pueda sentir respecto de
sus resultados nos lleve a votar por quienes la desprecian, me hace recordar el
síndrome de Estocolmo, por el cual nos terminamos identificando con quien nos agrede,
siendo leales con quienes no nos quieren, negamos la realidad, y, por último, sentimos
gratitud hacia quienes nos atacan.
Lo otra alternativa sería que yo esté equivocado medio a medio, lo que no me atrevo a descartar.