La formación por competencias (parte 3)
Siendo el concepto de competencia de larga data, ella ha sufrido una importante evolución, a punto tal que ha saltado del ámbito de la formación técnica al de la formación profesional; de la esfera del saber hacer al saber actuar, de un énfasis puesto en las habilidades a uno puesto en las actitudes, los comportamientos, las reacciones; circunscrito al campo laboral para extenderse al campo social. No pocos ariscan la nariz ante el tema, como si de una nueva moda o pomada se tratara, de la mano del FMI, del Banco Mundial o del neoliberalismo. Motivos tienen de sobra para desconfiar. Mal que mal esta corriente surge al mismo tiempo que la llamada universidad empresarial, concebida como aquella destinada a formar profesionales como quien produce salchichas para ser engullidas a bajo precio por las empresas que los demandan.
Esta visión ignora el potencial, la fuerza que puede tener un modelo orientado al desarrollo de competencias que vaya más allá de ver a los alumnos como futuros profesionales. Interesa que rentabilicen a las empresas, que las hagan más productivas, no solo por sus competencias técnicas, sino que por sus competencias interpersonales capaces de desenvolverse como personas compenetradas tanto de sus deberes como de sus derechos, capaces de pensar, de reflexionar, de retrucar, de rebelarse, de debatir, de ponerse en los zapatos del otro, de medir y evaluar las consecuencias sobre terceros de las decisiones que adopta. Esto es, no se trata de producir “mejores salchichas”, sino que mejores personas con competencias para trabajar y vivir mejor con otros.
Ninguna universidad debiera abstraerse de estos desafíos. Más aún cuando vivimos una época en la que están ingresando a sus aulas estudiantes provenientes de familias de primera generación, esto es, cuyos padres no son universitarios, que viven y estudian en contextos muy complejos, muchas veces sin un hogar felizmente constituido, en un habitat sociocultural precario. En la actualidad la gran mayoría de los estudiantes están recibiendo una educación básica y media que deja mucho que desear, sin mayores hábitos de estudio, lo que implica que aún no son capaces de estudiar y trabajar en forma autónoma sin la amenaza de las pruebas o los examenes. Si a esto se agrega la entrada en escena de la concepción de la educación como un negocio, las consecuencias perversas se incrementan ad infinitum.
Pero no nos vayamos por las ramas. Por mi parte prefiero ver el lado positivo de este nuevo enfoque, dado que nos abre la oportunidad, tanto de hacernos cargo de los déficits que traen consigo los alumnos al ingresar a la universidad, como de potenciar su formación como personas que piensan, como ciudadanos de forma tal que no les pasen gatos por liebres.
Si tuviésemos ciudadanos en plenitud, las campañas de marketing políticas no tendrían mayor impacto porque se encontrarían con una ciudadanía reflexiva que exigiría información veraz y completa, y por tanto serían más austeras. Pero hoy parece que los millones que se destinan a ella reditúan con creces. De otra manera no se explicaría tanta inversión publicitaria. Lo mismo vale para los productos de consumo.
Si bien no se conocen universidades de clase mundial que se hayan embarcado en la senda de la formación por competencias, no hay que olvidar que estas universidades reciben estudiantes top que traen consigo un bagaje sociocultural que hace innecesario abordar déficits que no poseen. Lo importante es que mientras nuestra educación básica y media no haga bien su tarea, y exista una sociedad en extremo desigual, las universidades no podrán soslayar esta opción. Por supuesto que este camino no es gratis y está erizado de espinas.
Siendo el concepto de competencia de larga data, ella ha sufrido una importante evolución, a punto tal que ha saltado del ámbito de la formación técnica al de la formación profesional; de la esfera del saber hacer al saber actuar, de un énfasis puesto en las habilidades a uno puesto en las actitudes, los comportamientos, las reacciones; circunscrito al campo laboral para extenderse al campo social. No pocos ariscan la nariz ante el tema, como si de una nueva moda o pomada se tratara, de la mano del FMI, del Banco Mundial o del neoliberalismo. Motivos tienen de sobra para desconfiar. Mal que mal esta corriente surge al mismo tiempo que la llamada universidad empresarial, concebida como aquella destinada a formar profesionales como quien produce salchichas para ser engullidas a bajo precio por las empresas que los demandan.
Esta visión ignora el potencial, la fuerza que puede tener un modelo orientado al desarrollo de competencias que vaya más allá de ver a los alumnos como futuros profesionales. Interesa que rentabilicen a las empresas, que las hagan más productivas, no solo por sus competencias técnicas, sino que por sus competencias interpersonales capaces de desenvolverse como personas compenetradas tanto de sus deberes como de sus derechos, capaces de pensar, de reflexionar, de retrucar, de rebelarse, de debatir, de ponerse en los zapatos del otro, de medir y evaluar las consecuencias sobre terceros de las decisiones que adopta. Esto es, no se trata de producir “mejores salchichas”, sino que mejores personas con competencias para trabajar y vivir mejor con otros.
Ninguna universidad debiera abstraerse de estos desafíos. Más aún cuando vivimos una época en la que están ingresando a sus aulas estudiantes provenientes de familias de primera generación, esto es, cuyos padres no son universitarios, que viven y estudian en contextos muy complejos, muchas veces sin un hogar felizmente constituido, en un habitat sociocultural precario. En la actualidad la gran mayoría de los estudiantes están recibiendo una educación básica y media que deja mucho que desear, sin mayores hábitos de estudio, lo que implica que aún no son capaces de estudiar y trabajar en forma autónoma sin la amenaza de las pruebas o los examenes. Si a esto se agrega la entrada en escena de la concepción de la educación como un negocio, las consecuencias perversas se incrementan ad infinitum.
Pero no nos vayamos por las ramas. Por mi parte prefiero ver el lado positivo de este nuevo enfoque, dado que nos abre la oportunidad, tanto de hacernos cargo de los déficits que traen consigo los alumnos al ingresar a la universidad, como de potenciar su formación como personas que piensan, como ciudadanos de forma tal que no les pasen gatos por liebres.
Si tuviésemos ciudadanos en plenitud, las campañas de marketing políticas no tendrían mayor impacto porque se encontrarían con una ciudadanía reflexiva que exigiría información veraz y completa, y por tanto serían más austeras. Pero hoy parece que los millones que se destinan a ella reditúan con creces. De otra manera no se explicaría tanta inversión publicitaria. Lo mismo vale para los productos de consumo.
Si bien no se conocen universidades de clase mundial que se hayan embarcado en la senda de la formación por competencias, no hay que olvidar que estas universidades reciben estudiantes top que traen consigo un bagaje sociocultural que hace innecesario abordar déficits que no poseen. Lo importante es que mientras nuestra educación básica y media no haga bien su tarea, y exista una sociedad en extremo desigual, las universidades no podrán soslayar esta opción. Por supuesto que este camino no es gratis y está erizado de espinas.
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