Se nos va otro año
Se nos va un año marcado por el Transantiago. Recuerdo que dos días antes de su puesta en marcha (el 10 de febrero) me fui de vacaciones y estando en el exterior me agarraba la cabeza preguntándome cómo partiría eso porque me daba muy mala espina. Veía que los paraderos no estaban listos, tampoco los validadores de tarjetas, ni estaban instalados los GPS, que no habían pistas exclusivas, que no había software de flota, y un largo etcétera que el tiempo se encargó de desmenuzar. Con razón Michelle dice que fue lo peor del año. Algo le decía que la cosa no estaba para bollos.
Poniéndome en su pellejo, creo que primaron quienes ponían el acento en que su partida ya había sufrido al menos una postergación, que el costo de posponer su inicio sería altísimo –el tiempo se encargaría de mostrar que era irrisorio al lado del costo actual-, pero sobretodo, pienso que la lógica que predominó a la hora de tomar la decisión fue que se partía a como diera lugar –contra viento y marea- o no se partiría nunca, porque en Chile existe un adagio que dice “que en el camino se arregla la carga”.
No cabe duda que hay responsabilidades políticas, pero siento que acá hay un fallo más profundo, ilustrativo de las dificultades para dar el gran salto hacia adelante. Con una patita en el desarrollo: tenemos rasgos de modernidad –la penetración tecnológica vía celulares, cajeros bancarios, Internet y las catedrales del consumo-; y la otra patita en el fango, en el subdesarrollo, incapaces de zafarnos de él, del cual Transantiago no es sino un botón de muestra.
Si todos los buses estuvieran en las calles, si los choferes hicieran su pega y no se durmieran en los laureles, si las estaciones intermodales planificadas estuviesen listas, si los buses pasaran a las horas convenidas, si las calles no tuviesen hoyos, otro gallo cantaría. Pero no, teníamos un transporte público tercermundista, ineficiente, inseguro, contaminante, congestionante, y se apostó por otro que sería eficiente, seguro, no contaminante, etc. Y Michelle ha tenido que cargar con esto, intentando enderezar este entuerto con santa paciencia. Lo logrará? No lo sabemos, porque para ello requiere el concurso de moros y cristianos, de los operadores, del proveedor tecnológico, de los usuarios, de los técnicos, de los políticos, de los empresarios, de los trabajadores. De todos.
En el presente año, Transantiago nos deja una gran lección para el futuro: nunca más un proyecto de esta envergadura entre cuatro paredes, entre iniciados sin la participación e involucramiento de quienes se vieron afectados: la ciudadanía. Es hora que los empresarios, políticos, economistas, técnicos aprendan que los problemas actuales no son meramente técnicos o económicos: son sociales, y por tanto, como tales hay que abordarlos. Es más fácil el proceso decisional cuanto solo uno corta el queque, pero los costos de los errores que emergen se pagan caro.
No hay atajos, para abordar seriamente problemas de envergadura en la toma de decisiones deben participar todos sus actores. Esa es la esencia de la democracia madura que avanza de verdad hacia el desarrollo. Todos juntos. Esa es la gran lección que debiera dejarnos Transantiago. Si la aprendemos daremos el gran salto; en caso contrario seguiremos revolcándonos en el subdesarrollo.
Se nos va un año marcado por el Transantiago. Recuerdo que dos días antes de su puesta en marcha (el 10 de febrero) me fui de vacaciones y estando en el exterior me agarraba la cabeza preguntándome cómo partiría eso porque me daba muy mala espina. Veía que los paraderos no estaban listos, tampoco los validadores de tarjetas, ni estaban instalados los GPS, que no habían pistas exclusivas, que no había software de flota, y un largo etcétera que el tiempo se encargó de desmenuzar. Con razón Michelle dice que fue lo peor del año. Algo le decía que la cosa no estaba para bollos.
Poniéndome en su pellejo, creo que primaron quienes ponían el acento en que su partida ya había sufrido al menos una postergación, que el costo de posponer su inicio sería altísimo –el tiempo se encargaría de mostrar que era irrisorio al lado del costo actual-, pero sobretodo, pienso que la lógica que predominó a la hora de tomar la decisión fue que se partía a como diera lugar –contra viento y marea- o no se partiría nunca, porque en Chile existe un adagio que dice “que en el camino se arregla la carga”.
No cabe duda que hay responsabilidades políticas, pero siento que acá hay un fallo más profundo, ilustrativo de las dificultades para dar el gran salto hacia adelante. Con una patita en el desarrollo: tenemos rasgos de modernidad –la penetración tecnológica vía celulares, cajeros bancarios, Internet y las catedrales del consumo-; y la otra patita en el fango, en el subdesarrollo, incapaces de zafarnos de él, del cual Transantiago no es sino un botón de muestra.
Si todos los buses estuvieran en las calles, si los choferes hicieran su pega y no se durmieran en los laureles, si las estaciones intermodales planificadas estuviesen listas, si los buses pasaran a las horas convenidas, si las calles no tuviesen hoyos, otro gallo cantaría. Pero no, teníamos un transporte público tercermundista, ineficiente, inseguro, contaminante, congestionante, y se apostó por otro que sería eficiente, seguro, no contaminante, etc. Y Michelle ha tenido que cargar con esto, intentando enderezar este entuerto con santa paciencia. Lo logrará? No lo sabemos, porque para ello requiere el concurso de moros y cristianos, de los operadores, del proveedor tecnológico, de los usuarios, de los técnicos, de los políticos, de los empresarios, de los trabajadores. De todos.
En el presente año, Transantiago nos deja una gran lección para el futuro: nunca más un proyecto de esta envergadura entre cuatro paredes, entre iniciados sin la participación e involucramiento de quienes se vieron afectados: la ciudadanía. Es hora que los empresarios, políticos, economistas, técnicos aprendan que los problemas actuales no son meramente técnicos o económicos: son sociales, y por tanto, como tales hay que abordarlos. Es más fácil el proceso decisional cuanto solo uno corta el queque, pero los costos de los errores que emergen se pagan caro.
No hay atajos, para abordar seriamente problemas de envergadura en la toma de decisiones deben participar todos sus actores. Esa es la esencia de la democracia madura que avanza de verdad hacia el desarrollo. Todos juntos. Esa es la gran lección que debiera dejarnos Transantiago. Si la aprendemos daremos el gran salto; en caso contrario seguiremos revolcándonos en el subdesarrollo.
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