julio 04, 2008

Educación, Estado y Mercado (parte 2)

La semana pasada hice especial mención al origen de la actual arquitectura del sistema educacional chileno, con especial énfasis en la educación superior. Ello, porque esta arquitectura es la que está tras sus características actuales, no obstante los esfuerzos que se puedan haberse desplegado por modificarlas, y que no son recogidos por la nueva ley general de educación (LGE).

Si se tuviese que concentrar en una palabra el proceso que ha vivido desde los años 70 la educación chilena, no solo la educación superior, sobre todo en la década de los 80, es el de la privatización. Desde entonces la bandera de quienes han empujado este proceso ha sido y sigue siendo: menos Estado, más mercado, aunque a la larga no solo tendremos menos Estado, sino que también menos mercado, al igual que está ocurriendo en otros sectores.

Para estos efectos se reemplazó un financiamiento en base a la ley de presupuestos y leyes especiales por una ley donde el financiamiento universitario pasó a basarse en el aporte fiscal directo (AFD), el aporte fiscal indirecto (AFI), el fondo concursable FONDECYT, y el crédito fiscal como préstamo a los estudiantes. El AFD representa una fracción de lo que recibían en el pasado las universidades es el componente mas estable de los ingresos; el AFI introdujo la competitividad en las universidades para atraer a los mas altos puntajes en la PSU, que por lo general coinciden con los mas altos niveles socioeconómicos; en tanto que el fondo concursable FONDECYT apuntó a financiar la investigación de excelencia sobre bases competitivas.

Si bien este escenario ha sufrido modificaciones en las últimas décadas, ellas no han hecho sino consolidar el modelo de educación superior chileno impuesto por la dictadura. A un 5% del AFD se le introdujo tímidamente un componente en base a atributos que intentan incrementar el nivel de competitividad entre las universidades adscritas al consejo de rectores; el AFI no ha experimentado variación alguna; se han multiplicado los fondos concursables para apoyar a la investigación y a la gestión institucional; y al fondo de créditos destinado a apoyar el financiamiento de los estudiantes se le ha complementado con diversos fondos de becas para quienes se matriculen en carreras de baja rentabilidad privada o acrediten determinadas condiciones académicas y socioeconómicas.

En virtud de la laxitud de la LOCE, desde fines de los 80, se dio origen a una multiplicación de universidades privadas que posibilitó el aumento de la cobertura universitaria en los quintiles de mayores ingresos cuyos puntajes no los habilitaban para ingresar a las universidades con financiamiento estatal, esto es, de quienes en el pasado no reunían los capacidades académicas para seguir estudios universitarios. Sin mediar avances cualitativos en la educación básica y media, bajo un prisma netamente mercantil, la oferta de carreras y vacantes de universidades privadas hizo lo suyo.

Las universidades con financiamiento público, pero que debían complementar con ingresos propios para autofinanciarse, entraron en la lógica del mercado recurriendo al cálculo económico convencional y propio de ambientes competitivos. Impregnados de esta nueva filosofía, sus procesos decisionales pasan a confundirse con aquellos que guían las decisiones del mundo privado. Si a ello agregamos un Estado ausente bajo el argumento de respetar la autonomía universitaria, llegamos a la realidad actual que la LGE no altera mayormente.

Por último, el comportamiento del Estado y de la sociedad a lo largo de estos años no ha ayudado a revertir este proceso que -de no mediar un giro que no se ve de dónde pueda provenir- conduce irremediablemente a la pérdida total de la razón de ser de las universidades públicas.

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