La institucionalidad partidaria
A raíz de la nominación de un exministro de la Concertación en el gabinete del presidente electo, se ha abierto todo un debate que muy probablemente continúe estos días con la nominación de los subsecretarios, y en las semanas que siguen cuando salgan los nombres de intendentes, gobernadores, seremis y direcciones de servicios públicos.
Se ha aludido al interés de Piñera por encabezar un gobierno de unidad nacional y de grandes acuerdos, lo que se justifica en contextos específicos y excepcionales. Lo razonable, lo habitual, en democracia, es que la unidad nacional se da sobre la base de la aceptación de las diferencias, de su expresión franca, a veces apasionada. La existencia de discrepancias es consustancial a una sociedad viva, dinámica, que aspira a más. La unidad nacional solo tiene sentido en este marco; en caso contrario supone sojuzgamiento de unos por otros. Por ello, en una sucesión democrática normal, sin crisis de por medio, ni económica ni política, hacer mención a un gobierno de unidad nacional pareciera tener un cierto sabor a marketing, a alpiste para los pajaritos.
Pocos pueden afirmar que el país se encuentra en crisis, particularmente cuando se cuenta con un gobierno encabezado por una presidenta con una popularidad por sobre el 80%. Es un país en vías de una consolidación democrática, tanto en un sentido político como económico. Los sucesivos encuentros entre los actuales ministros y los futuros, están dando cuenta de la transparencia con que se está efectuando un traspaso de conocimientos y experiencias. Traspaso que la oposición actual, ni en el mejor de sus sueños, nunca se imaginó al tenor de las persistentes críticas que efectuara en el curso de los últimos años, centradas en el afán de perpetuación de la Concertación en el poder ejecutivo.
Un gobierno de unidad nacional no se logra sobre la base de conversar con individuos del otro lado. En democracia se asume que existe una institucionalidad política que respetar donde los partidos políticos representan las distintas corrientes de pensamiento a las cuales adhiere la ciudadanía. Los partidos no se fortalecen ninguneándolos, por el contrario, se les debilita, y al hacerlo, sin querer queriendo, se promueven caudillismos, populismos, salidas de madre que nadie en su sano juicio desea. Si se es independiente, se tiene total libertad para acceder a una invitación para colaborar con un gobierno sobre la base de compartir su ideario. Distinto es el caso si se es militante de un partido que la ciudadanía ha resuelto colocar en la oposición, en cuyo caso si se le llama a colaborar, lo que corresponde es derivar la invitación a las instancias partidarias correspondientes.
Lo mismo vale en la relación del gobierno con la coalición que lo sustenta. Conformar un gabinete a espaldas de los partidos que lo auparon, no es ganar independencia, sino que asegurarse su propio fracaso. En democracia los partidos políticos no solo posibilitan alcanzar la presidencia, sino que también la gobernabilidad y estabilidad.
El presidente electo está equivocando su relación no solo con la oposición, sino que con los partidos que lo respaldaron, al relacionarse directamente con algunos de sus militantes en desmedro de sus directivas, salvo que su intención sea destruir a los partidos.
Desafortunadamente el exacerbado presidencialismo que caracteriza al régimen político chileno invita a caer en tentaciones como las que estamos viviendo en estos días. Se trata de una característica que con Pinochet alcanzó su máxima expresión, pero que no deja de atraer, particularmente cuando es la derecha la que asume la presidencia.
No nos olvidemos que Piñera es un empresario especulador. Sus instintos lo llevarán a optar por lo que le beneficie a corto plazo. Y tratará de disminuir su riesgo a largo plazo rodeándose de un grupo reducido de hombres de confianza. Yo creo que va quedar como payaso. Pero ya logró lo que él quería. En cuatro años agarra la pelota y se va.
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