agosto 31, 2007

Otra amarga movilización

El miércoles pasado tuvo lugar un paro o movilización que me dejó un sabor amargo. Desde la derecha se sobaban las manos al observar el socavamiento de autoridad que el desarrollo de los sucesivos hechos iba desencadenando. De partida la autoridad fue puesta en jaque desde el momento que no se pidió permiso ni autorización alguna para manifestarse, lo que no dejó de poner nerviosas a las autoridades políticas. El argumento de la CUT (Central Única de Trabajadores) para no solicitar los permisos está dado por un artículo de la Constitución Política de la República de Chile en el que se reconoce el "derecho a reunirse pacíficamente, sin permiso previo". El argumento gubernamental está dado por el decreto supremo nº 1.086 del 15 de septiembre de 1983 en el que se señala que "las reuniones en las plazas, calles y demás lugares de uso público, se regirán por las disposiciones generales de la policía". Esta disposición fue promulgada en pleno régimen militar para reprimir y sofocar las tradicionales protestas del mes de septiembre y que nos sigue rigiendo sin que a la fecha se haya visualizado interés por derogarla por parte de los sucesivos gobiernos de la Concertación.

La razón invocada por el presidente de la CUT se resume en que "la gente está demasiado violentada en sus derechos”. Esta frase intenta resumir un descontento que vas más allá de una disconformidad con un gobierno en particular. Lo que la movilización procuró fue expresar un profundo rechazo al tipo de país que estamos construyendo, centrado en el mercado, el individualismo y la competencia, donde la sociedad y la democracia vale hongo, porque al final, cada uno vale no por lo que es, sino por lo que tiene, en su bolsillo y en un mercado inmobiliario, financiero y/o productivo controlado por unos pocos.

En tal sentido, el paro fue una invitación a reflexionar sobre el modelo de país que queremos. Como muchos, no podía sino compartir esta invitación. Sin embargo, no la compartí por la convicción de que esta lógica iba a verse totalmente desvirtuada y minimizada por los desmanes y la destrucción de bienes públicos y privados, con independencia de si se producen como causa o consecuencia de la represión policial.

Un país como el nuestro no puede darse el lujo de destruir voluntariamente la vida de sus habitantes ni la de sus bienes, tanto públicos como privados, cuya reconstrucción terminamos pagando todos. Existen formatos de movilización y expresión ciudadana pacíficos, no violentos, mucho más efectivos, que abren en vez de cerrar corazones y que obligan a reflexionar antes que a reprimir. Martin Luther King y Gandhi son claros ejemplos que merecen ser imitados.

No es un camino fácil, puesto que exige seguridad, confianza, organización, disciplina, voluntad férrea. Si cada uno de los trabajadores hubiese permanecido en sus casas y las calles hubiesen estado desiertas, otro gallo cantaría. Los actores políticos y empresariales estarían reflexionando en serio en torno al mensaje que la gente habría entregado. Por el contrario, hoy el foco está centrado en la violencia destructora.

A la dictadura no la vencimos con los paros de protesta, actividades que por el contrario, la reforzaba y sostenía; muy por el contrario, la vencimos con un lápiz y un papel. Ese es el camino, no otro.

En Estados Unidos, no hace mucho, para protestar contra el acoso a los trabajadores ilegales, éstos decidieron quedarse en sus casas y no ir a sus lugares de trabajo. La paralización fue tan impresionante que obligó a modificar las disposiciones en torno a los ilegales. Pacíficamente demostraron que son ellos los que sostienen la economía norteamericana. Tuvieron la capacidad y el liderazgo para hacerlo. Eso parece hacernos falta aquí.

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